¡Échenle la culpa a la Capa 8! Parte 1

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Dentro de las más recientes y connotadas súper producciones cinematográficas, de esas que se basan en el pánico y en el latente advenimiento de un apocalipsis provocado por la evolución tecnológica, se ha estado aprovechando el discurso de que llegará el día en el que la humanidad será rebasada -incluso aniquilada- por sus propios avances en terrenos como el de la autonomía robótica, la nanotecnología, la computación cognitiva, la biotecnología o la inteligencia artificial.

Películas al estilo de Terminator (1984), Yo Robot (2004), Ella (2013) y Trascendence (2014), por mencionar sólo algunas, son una preocupante insinuación (o insinuada preocupación) de que las computadoras o los sistemas operativos de un futuro no tan lejano, así como los androides, ciborgs, hombres mecánicos o robots, drones y máquinas autómatas podrían alcanzar el conocimiento y el albedrío suficientes como para convertirse en los amos y señores de nuestra raza y del planeta.

También debemos mencionar otros filmes que apuntan más hacia la parte sentimental, como El hombre bicentenario (1999) e Inteligencia Artificial (2001), los que de alguna manera sugieren que la perfección de nuestras creaciones tecnológicas sólo podrá lograrse cuando éstas sean capaces de emular pensamientos, tener conciencia propia o expresar emociones. Pero un ejemplo de la paranoia escondida en este tipo de historias es que, si una máquina llegase a tener la capacidad de amar, no habría razón alguna para imaginar todo lo contrario; es decir, podría también adquirir sentimientos como el odio y el rencor, o igualmente sería seducida por impulsos agresivos o de venganza.

Lo que tratamos de enfatizar es que la llamada “inteligencia artificial” -un concepto acuñado por el informático estadunidense John McCarthy en 1956- es la facultad de razonamiento que puede conferírsele a un agente sin vida (dispositivo, máquina, equipo, etc.) gracias al diseño y desarrollo de diversos procesos generados por el hombre; en ese sentido, estamos dando por hecho que los aparatos “aprenden” de nuestros hábitos, comportamientos y hasta de nuestros errores, tal y como se intuye en la película Clic, donde el protagonista termina convirtiéndose en víctima de sus actos y pensamientos debido a la capacidad de asimilación-acción de un poderoso control remoto inteligente.

De alguna manera, los atributos técnicos de este último artilugio se están empatando con el binomio estímulo/respuesta del condicionamiento pavloviano, aunque aquí el estímulo es la información que insertamos en el aparato (hábitos y secuencias de tecleo en el control remoto), mientras que la respuesta se reduce a un proceso de almacenamiento, gestión y asociación de dichos datos para posteriormente traducirlos en conductas o en acciones determinadas, como razonar y auto aprender, resolver problemas, desplazarse en el tiempo, percibir el entorno y actuar en consecuencia; o sea, es como tener el dominio absoluto de los episodios presentes, pasados y futuros de toda nuestra vida.
Cerebros de silicio
¿Pero qué tan lejos o cerca estamos de vivir situaciones como las planteadas en el celuloide? Recordemos que tuvieron que pasar más de cien años para que el mundo imaginario de Julio Verne se hiciera realidad, refiriéndonos específicamente a la novela De la Tierra a la Luna (1865). Verne no fue un profeta y los inventos mencionados en sus ficciones tampoco fueron producto de la casualidad o de la simple imaginación; de hecho, este novelista era un gran lector de textos científicos, por lo que hizo cosas muy pegadas a la realidad: se viajó a la Luna (aunque no en una bala hueca con tres pasajeros), se conquistaron los Polos y además los submarinos se convirtieron en algo habitual, pero para todo ello aplicó razonamientos bien fundamentados que representaron varios aciertos.

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fausto-escobarPor: Fausto Escobar

Consultor tecnológico certificado en seguridad informática

Director General de Habeas Data México y HD Latinoamérica [email protected]

 

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